jueves, 22 de noviembre de 2018

Juan Villoro / La cancha de los deseos / PNSL



Hubo una buena época en la que México, o mejor dicho, la selección mexicana de fútbol, perdía la mayor parte de los partidos contra potencias mundiales. Quizá estoy escribiendo estupideces, así que intentaré explicarme.

La selección de fútbol perdía partido tras partido pero dejando "alma, vida y corazón" (dijera un afamado comentarista). Se vendía cara la derrota ya fuera en cancha propia o ajena, ¡y hasta lágrimas había!, pero no por la derrota sino por la impotencia de no jugar un mejor fútbol, que complementara el esfuerzo de todos.

Yo crecí en esa realidad, cuando "la verde" enfrentaba a equipos poderosos como Brasil. Uno de esos tantos encuentros sucedió en el estadio azteca, a principios de los años ochenta. Frente al televisor familia, amigos y vecinos nos decíamos "¡Hoy si le va a costar a los brasileños ganarnos!", y hasta nos poníamos pitonisos aventando marcadores posibles del encuentro: uno a cero; dos a cero; tres a cero. Un marcador más abultado significaba una derrota humillante, y no una derrota digna... y hasta honorable. Reitero que los goles los anotaría Brasil, y no México, pero cuando eso sucedía, ¡no, no no! Era la locura. "¡No se van a ir limpios, p.....s!" decía alguno; en resumen: quedábamos más conformes.


Garra

¡Qué manera la nuestra entonces de perder en esos encuentros! Caían derrotados, sí, pero con garra, con enjundia, sin quedarse nada y dejándolo todo... hasta las lágrimas. Este recuerdo y otros más (ochenteros) son de un fútbol de otra hechura, de otra sustancia. Era un deporte, una batalla, y no un triste negocio. Yo mismo experimenté esa garra en el barrio del niño de Atocha, entre patadas, codazos, piñazos arriba y abajo, además de genialidades que hoy son una rareza: dribles, túneles, paredes exquisitas, sombreritos, fintas a diestra y siniestra, remates "de palomita", chilenas, tijeras y cañonazos descomunales, desbordes endemoniados por las bandas, pero sobre todo las atajadas. ¡Atajadones!

Literalmente la cancha de los deseos... pero los deseos de que lo contado arriba vuelva, como le sucede a Arturo, que extraña igual o más que yo no sólo el triunfo, sino la garra, la derrota al borde del heroísmo, lo épico en el campo de los sueños. Pero no sucede así. La selección del país donde Arturo vive tiene el apodo de Los putrefactos. Tan fregada está la cosa, que tiene "estrellas" como Batman Mazapán, que falla cada uno de los tiros de "pénal" que le asignan ¿Y por qué no cambian de tirador? Porque nadie tiene el porte y la clase para fallar como él. ¡Qué garbo! ¡Qué estilo! ¡Qué sangre fría! La ciencia, el amor, la pasión del jugador número doce, y el volver a disfrutar el otrora juego más hermoso del mundo, quizá y salve a Los putrefactos, en el próximo mundial.

Cualquier parecido con la selección mexicana no es ninguna coincidencia. 


Juan Villoro

Juan Villoro nació en México, en el Distrito Federal, el 24 de septiembre de 1956. Estudió Sociología en la Universidad Autónoma Metropolitana. Condujo el programa de Radio Educación, “El lado oscuro de la luna” de 1977 a 1981 y fue agregado cultural en la Embajada de México en Berlín Oriental, dentro de la entonces República Democrática Alemana, de 1981 a 1984. Ha ejercido como director del suplemento “La Jornada Semanal” de 1995 a 1998, además de impartir talleres de creación y cursos en instituciones como el Instituto Nacional de Bellas Artes y la Universidad Nacional Autónoma de México. Como redactor ha colaborado en las revistas Cambio, Gaceta del Fondo de Cultura Económica, Universidad de México, Crisis, La Orquesta, La Palabra y el Hombre, Nexos, Vuelta, Siempre!, Proceso y Pauta, de la cual fue jefe de redacción, así como en los periódicos y suplementos La Jornada, Uno más uno, Diorama de la Cultura, El Gallo Ilustrado, Sábado, entre otros.

Dice la contraportada: Las pasiones se desbordan en el estadio del Club Atlántida. La gente alienta con fervor a la selección nacional de fútbol, en especial a Pancho, el delantero ídolo de las multitudes.

A pesar de todo el cariño de la afición, el equipo es muy malo y su clasificación al Mundial corre peligro. Arturo y su padre, un científico brillante e imaginativo, pondrán todo su empeño para que el magnetismo del público convierta a los jugadores en unos magos del balón.

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