miércoles, 1 de marzo de 2017

Érase una vez...

Esta historia sucede ocho años atrás. El escenario es una biblioteca pública de un lugar cualquiera y los actores secundarios, incidentales y ambientales, también. En esta realidad faltan varios minutos para la hora tercia, y en el lugar habita una paz casi fantasmal. El piso brilla al amparo de la luz filtrada por los ventanales. Afuera el gorjeo de las palomas anticipa los lienzos multicolores de la primavera, paisajes igual a las sonrisas del personal de la biblioteca, quienes van ocupando sus lugares antes de abrir las puertas a los usuarios.
Uno de ellos camina casi flotando entre los anaqueles, sigiloso. En los últimos muebles del largo pasillo descubre a dos mujeres ensimismadas en la lectura. Son dos empleadas del servicio de limpieza, quienes desde la hora prima cumplen con la monotonía de mantener aseada el área de biblioteca, pero a fuerza de tanto andar entre libros han topado con la sección de literatura. Desde entonces le han robado tiempo al tiempo para terminar antes de lo acostumbrado, y así poder leer un rato. Acá usted puede suponer lo que guste sobre qué leen; poesía o narrativa. El sigiloso bibliotecario va por su cámara, regresa y captura dos momentos que desencadenan una suerte de “efecto mariposa”. 

El bibliotecario, orgulloso cual descubridor de tierra ignota, enseña las fotos a sus compañeros más cercanos. Éstos, admirados, celebran el suceso, y sin decirlo, cada uno se siente el artífice de la feliz circunstancia, atribuida quizá a la elaboración del mural, las visitas guiadas o los talleres impartidos, que en mayor o menor medida “influyeron” para que las dos mujeres lean. Mientras se regodean en el Mar del Ego, las chicas se esfuman con el mismo sigilo bibliotecario, aunque con doble grado de dificultad: cargando cubetas y mechudos. 

Al descubridor no le basta con enseñar las imágenes a sus colegas, quiere gritarle al mundo que no todo está perdido. Enciende la computadora y publica las dos fotos del feliz hallazgo en el mensajero de hotmail y en su página personal. Las fotos se ramifican en menos de una hora y retornan hasta el lugar mismo de su “nacimiento”. Las opiniones son de admiración, de apoyo y de ejemplo. La multiplicación es comparable a las estrellas en el universo. Tanto regocijo no puede ser verdad… pero puede ser verdad, porque esa biblioteca, igual a cualquier otra biblioteca del mundo, está infectada y afectada de seres vivos. 

Uno de ellos, luego de ver el milagro cibernético de la multiplicación, camina sigiloso hasta el teléfono y denuncia el suceso. En su cabeza no hay espacio para esa incongruencia, no en su turno de ocho a cuatro, porque una cosa es una cosa y otra cosa es otra. El personal de limpieza no debe de leer, debe de limpiar. Así lo cree él y otros, incluídos miles de antiguos fantasmas que se arremolinan desde el más allá, golosos. Se ha cometido por enésima vez el delito de leer. Sí, se ha infringido la ley sabida por todos aunque ignorada por sistema, por costumbre o por vicio, dependiendo el caso: Ni Leer es un derecho de todos ni los espacios públicos lo son tanto. 

El desenlace es cuestión de gustos. 

Final uno. El bibliotecario, en los límites de la emoción más pura, decide desde ese momento y hasta que renuncie, asear su área de trabajo para que las jóvenes lectoras tengan más tiempo para leer. Los demás empleados, conmovidos, deciden realizar el mismo generoso esfuerzo que se transformará en tiempo acumulado, que a su vez se transformara en lecturas, en nutrimento, en nuevas historias de vida, de horizontes y de mundos, rumbos felices repletos de paisajes infinitos. Y terminarán siendo una inspiración para las demás bibliotecas y para las y los empleados de limpieza de la ciudad, de la región, del estado, del país, del continente, del mundo, del sistema planetario, de la galaxia, del infinito... El sueño del hombre nuevo, cósmico, realizado casi a la perfección. El bibliodescubridor tendrá la distinción de ser considerado, a escala interestelar, el padre de ese futuro tan presente, y la imagen de las muchachas lectoras será de una veneración equiparable a la hagiografía más picuda. 

Final dos. Consumada la delación telefónica llega la jefa de las empleadas de limpieza hecha una energúmena. Trae la sentencia en la mano derecha, y en la izquierda un par de bolsas, y así, de un momento al otro, las dos lectoras son expulsadas del paraíso… de la moderna Alejandría. Han faltado a la ley no escrita pero conocida de que “no todo es para todos”, y es por eso que no merecen otra cosa que no sea el destierro, la humillación del abandono por insolentes, descaradas, abusivas... aprovechadas. ¿Qué se habrán creído? ¿Qué pretendían? ¿Qué leían que no trapeaban? Sin duda metáforas, figura retórica que con tanto empeño se ha venido eliminando de la educación escolar y familiar. Por supuesto, lo hicieron a escondidas porque bien sabidas estaban de su delito. Mal agradecidas que no cuidaron su trabajo, tan escaso que está. Delatores y verdugos celebrarán otro triunfo más del orden, otro triunfo del manual del caos sobre la libertad de la imaginación. En los años venideros la gente comenzará a abandonar las bibliotecas para buscar palabras, historias en verso y en prosa en voz de sus semejantes, metáforas para re aprender y re aprehender los muchos mundos que pueblan el macro y el micro cosmos... iluminados. 




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