lunes, 1 de febrero de 2016

Artículo 27


¿Cómo llegué hasta Artículo 27? Ahora que lo recuerdo no fue tan complicado. Luego de visitar Comitán, junto a Ray Zopilote, me encontré con varios conocidos del feisbuc, a los no había visto en persona antes, solo por fotos, y honestamente, de algunos no recuerdo siquiera sus rostros...porque son taaaannnn diferentes al natural de como aparecen en el cara-libro.


Pero me estoy desviando de la historia. Les contaba que luego de dar de gorgoritos en el parque de Comitán, mencioné que entre los asistentes se encontraban algunos conocidos de feis. Después de terminada nuestra intervención de "Libros a la basura", se me acercó Claudia Medina (profesora de la escuela primaria Ignacio Allende), para "reclamarme" que ella era también mi amiga de feis, y que era la primera vez que nos hallábamos personalmente.


Luego de disculparme, ella me invitó para que un día (no sabíamos cómo ni de qué manera) llegara hasta Artículo 27, un ejido cercano a Las Margaritas, para que conociera sus niños, alumnos de cuarto grado de primaria, para que fuera a contarles la historia del kamishibai y a realizar algún taller, de construcción de teatrinos o de lo que yo quisiera, pero que fuera.


Ella, Claudia Medina, era de verdad entusiasta en su petición y el brillo de sus ojos delataba que no mentía, que la experiencia iba a ser inolvidable. Me dijo también que ya antes había estado con ellos Ray Zopilote y que les contó muchos cuentos y los niños quedaron encantados porque desde el Cerro del Rebote había volado hasta su escuelita. Con ese antecedente me comprometía aún más a visitarlos (porque el Zopi es así, siempre motivando a seguirlo, y uno que es su fan pues va con mucho gusto levantando sus huellas).


Le dije que apenas tuviera la oportunidad de volver a Comitán, me haría un espacio para visitarlos y hacer actividades que dejaran algo en esos chamacos que tanto me presumía la maestra Claudia. Y ese día llegó con la etapa de credencialización de mediadores de salas de lectura en Comitán. Se lo hice saber a la profesora, y de inmediato trazamos el plan de qué necesitaríamos para divertirnos un rato con los alumnos de la escuelita Ignacio Allende.


Llegado el día El Zopi y yo nos aparecimos por Comitán, luego de un viaje mañanero que se volvió tardero, porque las ampliaciones en la carretera (la modernidad que cada vez nos hace más primitivos) duplicaron el tiempo de viaje, y estábamos retrasados para el taller a mediadores, y por añadidura para mi visita a Artículo 27. En el trazado del plan había una segunda cómplice (mencioné a la primera?): Claudia Miroslava. La llegada a la escuelita se estaba volviendo una escena de película de detectives, con cronómetros listos y Claudias como nombres clave.


Para variar, tampoco conocía a la otra Claudia, pero ya antes habíamos tenido comunicación por teléfono y esto no debía fallar: Claudia Miroslava me acercaría hasta Las Margaritas, comeríamos en casa de Claudia Medina, y luego viajaría para encontrarme con mi destino. Las Claudias, generosas a más no poder no sólo me invitaron la comida, sino que me llevaron al ejido (que tampoco conocía).


Cuando llegamos, de inmediato sentí el aroma de la comunidad, un aroma sano, a leña, a frescura lejos de las ciudades idiotizadas por la modernidad. Y conforme nos acercábamos a la escuelita, salían niños recién bañados a saludarnos, y las maestras respondían contentas a los niños y bueno, yo saludaba más por educación que por otra cosa. estaba literalmente "choqueado". Era de verdad una aventura la que estaba a punto de acontecer y no estaba en mis manos saber cómo terminaría... es más, ni siquiera cómo empezaría.


La maestra (en lo que llegaban los niños) me presumió su escuelita: columpios donados por una organización extranjera, un huerto donde cultivaban pepino, lechuga, cebolla, rábanos y demás productos que luego los padres preparaban para darles de desayuno o comida, una actividad que me pareció la más chingona de las actividades. Conocí los gusanos con los que preparan la composta, un horno, y demás herramientas para hacer de esa escuelita de verdad entrañable. Conocí la biblioteca y llegó el momento más asombroso: conocer el salón de los chicos de cuarto año.


Es un salón de clases que no le pide nada a ninguna escuela privada, llena de colorido, mapas, pizarrones (de gis y plumón) en las paredes frontales del salón, tarjeteros, mural del salón, en fin tantas y tantas cosas de apoyo, material exclusivo para el aprendizaje de los niños, y más allá, en una esquina, la MESA DE LA PAZ. ¡A qué cosa tan hermosa! ¡Una mesa de la paz! Imaginé una igual en la ONU, en cada una de las casas de gobierno de cada uno de los países del mundo, de ciudades, municipios, ejidos, colonias, plazas públicas, en cada hogar una mesa de la paz... ¿y cómo funciona?


Pues muy simple. Entre niños existen conflictos como en cualquier parte del mundo, pero en lugar de buscar alianzas para dañar a la persona con la que se tuvo el conflicto, aniquilar y luego bailar sobre ella jurando desaparecerla hasta que no quede vestigio alguno de su existencia (de ella y de su raza), se sientan cada uno en una silla, y platican del problema, qué lo originó, se explican ambas partes y después de eso se pide disculpar el agravio, y se levantan de ahí tan amigos como hasta antes de haberse disgustado. ¡La mesa de la paz!


Yo me imaginé una mesa de la paz en mi lugar de trabajo, en las calles, en los centros comerciales... en las estaciones de autobuses y en los aeropuertos. Mesas de la paz regadas por doquier, para solucionar problemas y malos entendidos que muchas veces solo son eso: malos entendidos, que llevan a confrontarse y a odiarse a más de uno. ¿Se nota que me gustó LA MESA DE LA PAZ? Que me rete encanta.


Y bueno, el contraste lo hallas al ver el siguiente salón. Una aula oscura, de sillas maltratadas, apiladas, desordenadas. Un solo pizarrón, paredes color gris, como de una película de espanto de las más espantosas. ¿Y por qué había luz apenas a treinta centímetros de ese salón? Pues el maestro. Me explicaban las Claudias que es el arraigo. Los profesores son nómadas. Van buscando acercarse lo más pronto posible al lugar de donde son originarios. Entonces se vuelven maestros de paso, que cumplen con el programa indicado y no buscan algo más allá, elementos alternos o complementarios que sumen a la educación de los muchachos.


De hecho, varios niños de otros grados se asomaron a ver las actividades que realizamos, tanto dentro como fuera del salón, y también a un par de maestros que de alguna manera se interesaron por las actividades, aunque fueron eso, meros espectadores a una distancia lo suficiente para que no los llamara o se involucraran en la actividad. Yo me imagino que no querían correr el riesgo de ser felices jugando y aprendiendo nuevas dinámicas para integrarlas a su práctica docente... me imagino, igual y estoy tan fiero, que les di miedo y por eso no buscaron acercarse más.


Los niños del cuarto año me recibieron con una sorpresa: un kamishibai enorme, y con este la historia de un tal Hugo Montaña y su gusto por el espacio, por los planetas y las estrellas, y la mera verdad casi me hacen chillar. Antes les dije que no sabía ni siquiera cómo iba a comenzar esa tarde, menos como finalizar, pero ese inicio me marco hasta hoy. Dar es dar. Definitivo. Y les decía, los niños fueron leyendo hasta terminar, y no encontré más palabras que GRACIAS, y más gracias y, bueno, GRACIAS. La cereza: me regalaron la historia dibujada e ilustrada por ellos mismos (en una entrada posterior y si el pudor me lo permite, se los compartiré, por el momento es solo para mis ojos).


Después de eso les enseñé el kamishibai que me regaló Marbey, el mismo que elaboramos en Germinalia y que aún sigue dando guerra. Les conté la única historia que tengo dibujada e ilustrada (estoy trabajando otra) sobre El ingenioso hidalgo Don Quijote de La Mancha, y la aventura de los Molinos de Viento. Ellos, atentos, escucharon y ayudaron a "ambientar" la historia con efectos de sonido. Me sorprendió que se aprendieron de un tiro el nombre de los personajes y el de los animales en el que se transportaban nuestros personajes, y claro, el nombre del amor del Quijote: Dulcinea.


Después de eso, hicimos una actividad: una nube. Pero esta no era una nube convencional, sino una nube hecha de figuras ocultas en las hojas que les dimos a cada uno de ellos, en lo que se terminaba de preparar el material del Animalario (que ya no fue posible realizar, por la falta de tiempo). El resultado de ese ejercicio fueron diferentes elementos en general, lo que luego resulto, al juntar las historias que ellos mismos fueron contando en equipos de cinco en cinco. Escuchamos historias de coches que se volteaban a voluntad, de gallinas, de caballos y casas mágicas. La imaginación desbordada que sólo un niño rodeado de ese ambiente rural y de aprendizaje puede desarrollar. Después con todo ese material realizamos una nube y nos tomamos una foto que por acá aparece (usté sabrá encontrarla).


Felices de la vida nos fuimos afuera del salón a tomarnos la foto con la tremenda nube creada por nosotros. Después de la foto preparamos lo que vendría a ser el lanzamiento mundial de cohetes desde Articulo 27 para el mundo mundial. Sí, desde la estación de lanzamiento en la primaria Ignacio Allende, se realizaría el mayor lanzamiento de cohetes de la historia de la aeronáutica chiapaneca, mexicana, y del mundo. más de veinte cohetes con su propio carburante luchando por vencer la gravedad terrestre desde la lanzadera ubicada en la cancha de basquet de la primaria.


Cada uno de los niños recibió un cohete para que fueran ellos mismos quienes prepararan los carburantes y pudiera el cohete de cada uno alcanzar el cielo. Y así fue. Sentados en semi círculo, en una tarde fría, los niños lanzaban gritos de emoción cada vez que un cohete alcanzaba altura, y en otras una exclamación de desaliento cuando por alguna razón propia de la mecánica, no alcanzaban grandes alturas o se quedaban varados desde la lanzadera.


He de confesar que el solo verles emocionarse me emocionaba a mi también. Me divertí igual o más que ellos, al suceder la magia frente a nuestros ojos. Esa tarde vimos cohetes como si estuviéramos en las mismísimas instalaciones de Estados Unidos o Rusia, lanzando transbordadores. Juro que ellos escucharon los propulsores, y cada vez que iniciábamos la cuenta regresiva para el despegue, en el ambiente se sentía la tensión previa antes del despegue de cualquier nave. Un pequeño paso para los niños del cuarto grado de primaria de la escuela Ignacio Allende, pero un salto gigantesco para el futuro de ellos mismos.


Porque les conté que de ellos era el espacio. Somos la raza cósmica y la Tierra era nuestra cuna, pero un bebé no siempre puede permanecer en una cuna. Un día sale de ella, camina y conquista pequeños espacios, la sala, el patio, las calles, las ciudades, nuevos "mundos". Les pregunté  a quién le gustaría ser científico, y todos levantaron la mano, emocionados. Pero bien pueden ser cocineros, profesores, arqueólogos, geógrafos, poetas, cuenta cuentos, y demás, porque de eso se necesitará en los nuevos planetas que se encuentren y se colonicen. Algunos me dijeron que preferían viajar pero luego volver y quedarse en la Tierra. Fue un ejercicio de la imaginación aleccionadora.


Llegó el final de la actividad y la promesa de volar un cohete más grande, con carburante de vinagre y bicarbonato. ¿Por qué no se hizo esa misma tarde? Porque por alguna razón que desconozco, olvidé el kilo de bicarbonato en algún lugar del camino de Tuxtla a Comitán. Misterios de la física.


Caía la noche, estábamos a punto de cumplir tres horas de cotorreo y tenía que marcharme. El regreso sería en camión y con una carretera devastada por la modernidad, que haría un viaje de dos horas y media en cinco. Y así fue.


Las Claudias me llevaron de vuelta a Las Margaritas, donde se bajó la profesora Claudia Medina, y Claudia Miroslava me llevó hasta la terminal de autobuses. Les prometí a ambas que estaría de vuelta más pronto de lo que se imaginaban, y así fue, cuando los compañeros de Librérate me invitaron a dar un taller de kamishibai en el Museo Hermila Domínguez (pero eso es otra historia).


Me marche aquella noche lleno de las sonrisas, y las miradas de cariño de los niños que esa tarde me permitieron conocerles. Yo quedé lleno de ellos, hasta hoy. Algo cambó en mi, y sé que fue para bien. Lo sé porque al final cada uno de ellos me entregó una carta que habían escrito antes de mi llegada.


Esas cartas me sanaron el corazón, y sí, quizá algún día también las publique, pero cada palabra plasmada ahí me pertenecen ahora. Son mías y cuando siento que viajar para charlas con jóvenes o niños o adultos, para hablarles de las bondades de la literatura, de los libros, o de dar talleres que no son espectaculares en cuanto a colorido o mecánica, sino actividades meramente sobre libros, y muestran fastidio o cansancio, estas cartas me motivan.


El 2015 fue un año de mera felicidad porque estuvimos dando tallercines a pesar de las circunstancias personales a veces querían interponerse, y bueno, algo lograron, cuando no permitieron que completara los talleres en Germinalia, en San Cristóbal.


Bueno, esto fue a grandes rasgos mi aventura por Artículo 27, en la escuela primaria Ignacio Allende. Fui feliz, lo confieso, y con tremendas anfitrionas pues cómo no.


Gracias Claudia Medina y Claudia Miroslava, son ustedes un amor de personas. Generosas y positivas, aparte de bellas.


¡GRACIAS!

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